subiendo a
Jerusalén
“Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…” (Mc 10,33) y la cuaresma nos invita a subir a Jerusalén
con El.
El camino a Jerusalén
¿Pongo nombre a la “Jerusalén” hacia la que estoy subiendo en este
momento de mi vida?
- o qué metas tengo delante, qué llamadas, qué desafíos.
- o qué dificultades encuentro, qué ayudas, qué “posadas” …
- o qué cuestas arriba,
- o de qué fuentes bebo, bajo qué sombras descanso, donde recargo fuerzas…
- o Busco una imagen con la que describir mi momento actual.
1.
La pérdida
Noemí, Rut y Orfá se enfrentaron a la pérdida.
Lo que ahora ocurra con ellas depende de ellas mismas y de su confianza en que
son criaturas plenas, a la que no les falta nada. En este momento se produce
una profunda revelación espiritual.
En ocasiones, vivimos pérdidas graves: la de un ser
querido, la de la salud, la experiencia de rechazo, el abandono o la muerte…
Este tipo de pérdidas transforma la vida desde su raíz, irrevocablemente. Lo
que en un tiempo era el centro de la vida – la posición, la familia, el
proyecto, el estilo de vida…- ya no existe. Lo que configuró nuestra identidad,
lo que nos dio sentido y dirección, consuelo y apoyo, ha desaparecido. Nuestras
certezas espirituales pueden difuminarse: ¿dónde está Dios ahora? ¿Cuál es su voluntad
en este momento de pérdida?
Otras pérdidas
no son tan dramáticas: envejecer, perder el trabajo, sufrir ausencias o
limitaciones…; pero cualquier pérdida, una vez que la asumimos, es un regalo
precioso. No puedo volver a ser lo que era antes, pero puedo -debo- ser algo
nuevo. En el vacío descubro que la presencia de Dios en mí es mucho mayor de lo
que jamás pude intuir en lo que antes había considerado como la plenitud.
En la pérdida
se halla una lección espiritual a la que prácticamente no puede llegarse por
ningún otro medio y a la que a menudo
accedemos contra nuestra voluntad. Justo cuando creemos que no tenemos
nada, entonces aprendemos que todavía nos queda nuestra propia vida. Dentro de
nosotros tenemos algo que nadie puede arrebatarnos, algo que ni el tiempo ni la
casualidad nos puede hacer perder. Tenemos el yo que nos ha traído hasta
aquí... y que nos llevará más lejos. Tenemos una abundancia de dones de Dios,
nunca descubiertos, nunca tocados pero que constituyen un potencial que espera
despertar. Y aún más, lo que hayamos desarrollado en nosotros a lo largo de los
años -el coraje, la esperanza, la calma, la infinita, palpitante e irrefrenable
confianza en la providencia de Dios a pesar de los giros de la fortuna- esta
ahí para que lo explotemos como una mina de oro, lo extraigamos y fundamos,
moldeemos y pulamos, y lo transformemos en una vida enteramente nueva. En
nosotros se encuentra la materia prima de la vida. Y está ahí para que la
usemos.
A veces sólo la
pérdida descubre las riquezas acumuladas del yo. A veces sólo la pérdida hace
que nuestro espíritu se concentre y saquemos lo mejor de nosotros. A menudo,
sólo la pérdida nos deja con nuestra baza más significativa: nosotros mismos.
Sin las seguridades del pasado, se nos obliga a permanecer solos, a encontrar
dentro de nosotros aquel férreo espíritu que se necesita para superar lo
insoportable. Se nos invita a creer que el Dios que nos creó para la vida está
a nuestro lado; incluso en lo que, en medio de la pérdida, parecen ser las fronteras
con la muerte.
Aprendemos que
la pérdida no es más que una invitación a vivir otra vida, a aceptar el resto
de la vida, a desarrollar la plenitud de la vida divina en nosotros. De hecho,
la pérdida nos empuja a empezar otra vida, queramos o no.
La vida no es un sendero; la vida es una red
de sendas intransitadas pero con frecuencia
nos limitamos a las más cercanas y despejadas. Pero cuando llega la
pérdida, Dios nuestro Creador viene a nosotros por caminos nuevos y exigentes
para que podamos rematar la creación que Él inició en nosotros.
Sólo después de
celebrar el don de lo que hemos perdido estamos preparados para continuar con
la vida, para pasar de lo que hemos sido a lo que podemos ser y para dejar
marchar el pasado. Podemos preguntarnos qué hay en nosotros aún inacabado, y
que pide ser completado para poder
cumplir en nosotros la voluntad de Dios. Inevitablemente, entonces
tenemos la oportunidad de decir sí o no a otras partes de la creación en
nosotros. En el libro de Rut, Dios se pone del lado de las mujeres que se han
quedado solas en el mundo y les hace descubrir que pueden caminar por sí
mismas. Dios tiene prevista otra cosa para cada una de ellas.
(Adaptación de un texto de Joan
Chittister en “Doce momentos en la vida de una mujer”)
Tomo conciencia de algunas de mis pérdidas y me pregunto:
o
¿Quién soy yo ahora después de sufrir esta pérdida?
o
¿Cuál puede ser el plan de Dios para mí en un momento como este?
o
¿Qué tiene pensado Dios para mí cuando han desaparecido las
seguridades en las que antes me apoyaba?
(Dolores Aleixandre. rscj)
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